Una vez más, los científicos de la Universidad de Benyhacklef brindan a la humanidad importantes descubrimientos. En esta ocasión, y con la inestimable ayuda de los Hermanos Grimm nos revelan el porqué algunas alubias tienen una línea negra de arriba a abajo.
La alubia fue a parar junto a una fina brizna de paja y al poco rato, con el crepitar de las llamas cercanas, una diminuta brasa fue a parar también junto a ellas. Entonces fue la paja la que habló:
- Hola amigos, ¿de dónde venís?
- De no ser por mi natural bravura que me empujó a saltar del fuego, me hubiera consumido y convertido en humo. - Contestó ufana la pequeña brasa.
- Pues yo también he salvado la piel -, afirmó la alubia, - porque si la anciana hubiera atinado al lanzarme al puchero, ya sería una legumbre sofrita y estofada como mis pobres compañeras.
- ¿Y yo?, - se preguntó al fin la paja, - todas mis hermanas han
- ¿Qué podemos hacer ahora? – preguntó la brasa, acalorada. La alubia entonces dijo: - Puesto que la buena suerte nos ha acompañado y hemos escapado de una muerte segura, propongo que continuemos juntas y marchemos en amistosa compañía a otras tierras don
Dejaron la casa de la anciana y después de un rato de caminata llegaron a las orillas de un pequeño arroyo que les cortaba el camino, y como no había puente ni paso disponible no sabían como cruzar al otro lado. Tras mucho discurrir, a la paja se le ocurrió una idea:
- Yo que soy muy larga me lanzaré sobre la otra orilla y haré de puente para vosotras.
Y así lo hizo. La paja se tendió de orilla a orilla y la brasa, de naturaleza muy fogosa, se dispuso a cruzar utilizando a su gentil compañera como puente. Sin embargo, cuando la ardiente brasa estaba a la mitad, al oír el murmullo del agua, que es lo que más miedo puede provocar en un ascua encendida, quedó aterrada a mitad de camino sin poder dar un paso ni hacia adelante ni hacia atrás.
Como era de esperar, la paja comenzó a arder prendida por el ascua, se partió en dos y cayó al arroyo arrastrando también a la brasa, la cual se extinguió nada más tocar el agua. La alubia, con más prudencia o con más suerte, se había quedado a salvo en la orilla. Sin embargo tampoco salió bien parada: no pudo contener la risa ante la escena, y tales fueron sus carcajadas, que reventó.
Hubieran acabado también aquí los días de la alubia si la suerte no hubiera querido que un sastre viajero y bondadoso pasara por allí y se detuviese a descansar junto al pequeño arroyo. El buen sastre se compadeció de la malparada alubia y con gran habilidad, hilo y aguja le zurció con esmero el desgarrón.
La alubia, arrepentida por su actitud y apesadumbrada por la triste suerte de sus compañeras pero recuperada del terrible desgarrón, le dio las gracias al sastre del modo más efusivo y sincero. Más como el sastre había utilizado hilo negro al remendarla, desde aquel día todas las alubias tienen una costura negra para recordarnos esta historia.
La alubia fue a parar junto a una fina brizna de paja y al poco rato, con el crepitar de las llamas cercanas, una diminuta brasa fue a parar también junto a ellas. Entonces fue la paja la que habló:
– Hola amigos, ¿de dónde venís?
– De no ser por mi natural bravura que me empujó a saltar del fuego, me hubiera consumido y convertido en humo. – Contestó ufana la pequeña brasa.
– Pues yo también he salvado la piel -, afirmó la alubia, – porque si la anciana hubiera atinado al lanzarme al puchero, ya sería una legumbre sofrita y estofada como mis pobres compañeras.
– ¿Y yo?, – se preguntó al fin la paja, – todas mis hermanas han
– ¿Qué podemos hacer ahora? – preguntó la brasa, acalorada. La alubia entonces dijo: – Puesto que la buena suerte nos ha acompañado y hemos escapado de una muerte segura, propongo que continuemos juntas y marchemos en amistosa compañía a otras tierras don
Dejaron la casa de la anciana y después de un rato de caminata llegaron a las orillas de un pequeño arroyo que les cortaba el camino, y como no había puente ni paso disponible no sabían como cruzar al otro lado. Tras mucho discurrir, a la paja se le ocurrió una idea:
– Yo que soy muy larga me lanzaré sobre la otra orilla y haré de puente para vosotras.
Y así lo hizo. La paja se tendió de orilla a orilla y la brasa, de naturaleza muy fogosa, se dispuso a cruzar utilizando a su gentil compañera como puente. Sin embargo, cuando la ardiente brasa estaba a la mitad, al oír el murmullo del agua, que es lo que más miedo puede provocar en un ascua encendida, quedó aterrada a mitad de camino sin poder dar un paso ni hacia adelante ni hacia atrás.
Como era de esperar, la paja comenzó a arder prendida por el ascua, se partió en dos y cayó al arroyo arrastrando también a la brasa, la cual se extinguió nada más tocar el agua. La alubia, con más prudencia o con más suerte, se había quedado a salvo en la orilla. Sin embargo tampoco salió bien parada: no pudo contener la risa ante la escena, y tales fueron sus carcajadas, que reventó.
Hubieran acabado también aquí los días de la alubia si la suerte no hubiera querido que un sastre viajero y bondadoso pasara por allí y se detuviese a descansar junto al pequeño arroyo. El buen sastre se compadeció de la malparada alubia y con gran habilidad, hilo y aguja le zurció con esmero el desgarrón.
La alubia, arrepentida por su actitud y apesadumbrada por la triste suerte de sus compañeras pero recuperada del terrible desgarrón, le dio las gracias al sastre del modo más efusivo y sincero. Más como el sastre había utilizado hilo negro al remendarla, desde aquel día todas las alubias tienen una costura negra para recordarnos esta historia.
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